Estamos asistiendo a un ataque desmedido hacia las universidades privadas, lo que evidencia de un complejo de inferioridad ya sea de quienes han estudiado en ... estos «chiringuitos», como así los denominan, o de algunos responsables y miembros de universidades públicas que, con sus normativas para fomentar el anquilosamiento, son incapaces de retener y/o atraer alumnos.
La competencia en igualdad de condiciones es fructífera para la sociedad y la economía, puesto que donde no existe solo hay monopolio y/o miseria. Está demostrado que la competencia fomenta la innovación porque las universidades y sus equipos rivalizan y se ven motivados a mejorar sus productos científicos y tecnológicos, así como sus servicios docentes para destacar y lograr la competitividad (relación calidad/precio), lo que beneficia a los estudiantes y al tejido productivo del territorio donde se instalan.
La libertad de empresa y la capacidad de elegir deben primar por encima de cualquier otra consideración ideológica. Y lo digo como profesor de una universidad pública que ha estudiado toda su vida, desde la primaria hasta los doctorados, en instituciones estatales, pero ello no me impide ver las ventajas de competir frente a otros para regenerar estructuras en ciertos ámbitos periclitadas.
La coexistencia entre universidades públicas y privadas genera efectos positivos para las regiones cuando se enmarca dentro de un sistema regulado, equitativo y orientado a la calidad. Lógicamente, con el actual sistema de becas ningún alumno queda excluido de la enseñanza universitaria pública, ello sin contar los reducidísimos precios de matrícula para los cursos de terceros ciclos. Entonces, ¿qué hay que temer?
A continuación, expongo los principales beneficios de esta competencia: ambos tipos de universidades, al competir, se ven incentivados a elevar sus estándares de calidad académica e investigadora.Esto puede traducirse en una actualización constante de contenidos, mejores infraestructuras, innovación pedagógica y una mejor atención al alumnado, que se traduce en mayor calidad docente.
Hasta ahora, las universidades privadas están ganando la «contienda», a pesar de ser mucho más caras y no contar con presupuestos ordinarios de las instituciones oficiales para su financiación. Y su ventaja es debida a su mayor flexibilidad administrativa y de funcionamiento que les permite crear programas educativos más innovadores en áreas emergentes, así como establecer vínculos estrechos con el sector empresarial (algo que suele provocar alergia en algunos sectores de la pública), lo que redunda en una mayor agilidad para adaptarse al tornadizo mercado laboral. Aquí parece radicar la clave del crecimiento en alumnos de las privadas y ello también debería ser el acicate para impulsar a nuestras universidades públicas a innovar y diversificarse, en lugar de estar lamentándose como plañideras cuando el combustible (infraestructuras y salarios) que usan lo paga la sociedad a través de sus impuestos.
Sinceramente, estimo que la coexistencia de ambas modalidades no solo es posible, sino que es necesaria ya que amplía el abanico de opciones para los estudiantes, con universidades públicas que por sus mayores presupuestos gozan de superioridad en la formación básica y científica, sin descuidar las salidas profesionales de sus egresados que es donde las privadas ofrecen mejores alternativas y la pública debería emularlas.
Las universidades privadas, como lo hace la sanidad (en estos momentos también en liza), están absorbiendo buena parte la demanda educativa, lo cual alivia la presión sobre el sistema público, favoreciendo la eficiencia y el acceso a la educación superior y hasta fijando a la población en los lugares donde radican y que, de otro modo, tendrían que salir a formarse o no poder hacerlo por el coste añadido que supone la estancia foránea.
La competencia es un gran estímulo que favorece la comparación de indicadores de calidad en las publicaciones científicas, la empleabilidad, la satisfacción estudiantil o el desempeño docente. Todo ello posibilita una mayor transparencia en la toma de decisiones e información a los ciudadanos, que son en definitiva quienes van a disfrutar de una mayor oferta académica para su futuro profesional o satisfacción intelectual.
A mi entender, la rivalidad entre universidades públicas y privadas no implica conflicto, sino una oportunidad para que ambas mejoren y se complementen. Con un marco de supervisión adecuado esta disputa puede convertirse en una herramienta de mejora continua que beneficie a estudiantes, empresas y a la comunidad en su conjunto.
Cabe recordar, que las privadas no pueden catalogarse de «chiringuitos» expendedoras de títulos siempre que cumplan los mismos requisitos de evaluación que las públicas. De hecho, las universidades privadas de Harvard, Stanford o MIT son las tres mejores del mundo.
Consiguientemente, corresponde a las universidades públicas adaptarse a los nuevos escenarios para concurrir en las mejores condiciones (tienen a favor la financiación de las administraciones autonómicas y nacionales) y alcanzar más altas cotas en investigación y docencia.
La competición es muy sana, desde el deporte a la empresa, dado que sirven para mejorar; si no hay pugna por ser excelentes entonces aflora la mediocridad, paso previo a la extinción. Decía C. Darwin que «no es la especie más fuerte ni la más inteligente la que sobrevive, sino la que mejor se adapta a los cambios». Abundando en esa línea, queda meridianamente claro que «aquello que no se mide no se puede mejorar» (W. Thomson Kelvin).
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