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Extremadura pasa por ser cada año la comunidad autónoma en la que menos delitos se registran. Es una estadística que las autoridades responsables de nuestra ... seguridad repiten públicamente con frecuencia, y que se extiende, cada una con sus propias características, a las principales ciudades extremeñas. Los hechos que se han producido en las últimas fechas en la región, sin embargo, aunque puede que no lleguen a romper esa verdad estadística de tener la tasa de criminalidad más baja del país, son de una gravedad tal que obliga a replantearse esta especie de autocomplacencia en la que nos hemos o nos han instalado.
Cuando se acude al argumento de que aquello que nos alarma son sucesos aislados que no forman parte del trasiego cotidiano del resto de la población, es decir, que no afectan al ciudadano que no debe temer de la polícía, lo que estamos haciendo es incurrir en errores de perspectiva que no ayudan precisamente a buscar una solución, sino a tapar el problema.
Porque con esta actitud se confirma, y hasta se permite como si fuera algo inevitable o irremediable, que en nuestros municipios tan seguros existan en cambio una serie de barrios y zonas convertidos prácticamente en guetos, a los que no acceden ni los servicios públicos ni las fuerzas de seguridad. Lugares en los que la vida y las normas discurren de otra manera, donde la actividad habitual del resto del municipio le es ajena y que por no estar a la vista de los demás parece que no importa lo que allí dentro se desarrolle, mientras no salga de sus calles.
Se trata de que ignoremos una realidad solapada por estadísticas generales que, sin embargo, reúnen en su interior delitos y circunstancias de marginalidad muy graves. Eso es lo que hay hasta que se producen hechos como los de la muerte de un niña de dos años como consecuencia de un disparo que ya no se pueden obviar, lógicamente.
San Lázaro, el barrio de Plasencia donde hace una semana ocurrieron estos hechos, puede que sea el máximo exponente de todo lo señalado, pero no es el único de la localidad placentina ni por supuesto de Extremadura.
Los últimos sucesos trágicos se suman a una escalada criminal que, en el caso de la ciudad de Badajoz, ya ni se esconde ni se circunscribe además a esos barrios donde parece que la permisividad en el cumplimiento de la ley siempre es mayor. De los trapicheos de drogas se ha pasado a grandes operaciones y de ahí a ajustes de cuentas a plena luz del día, sin que se conozcan por el momento significativos avances que pongan fin a esta situación de criminalidad e inseguridad ciudadana.
En este contexto, no es precisamente una buena noticia que el ayuntamiento pacense y la Delegación del Gobierno vuelvan a estar enfrentados, ahora a cuenta del cierre de la comisaría de la Policía Nacional en la Plaza Alta.
Es obvio que la presencia policial, también la municipal, resulta siempre un factor desmotivante para la expansión de la delincuencia, y en ese sentido eliminar un punto permanente como el mencionado es lógico que cause preocupación a vecinos y negocios del entorno si no se garantizan otras medidas alternativas.
En cualquier caso, los problemas que arrastra el Casco Antiguo de Badajoz no se resuelven únicamente a base de policías, y tienen que ver también con otros muchos factores de rehabilitación urbanística y patrimonial, limpieza de calles y fachadas, promoción económica y erradicación de la marginalidad a través de apoyo social y educativo, por citar solo algunos elementos, si de verdad nos creemos la apuesta para que esta zona pueda ser un motor económico y dinamizador turístico de la ciudad, y que no se vuelva a ella solo como un objeto más de discusión política.
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